
Durante los primeros años de mis estudios en la Facultad de Bellas Artes, me veía a mí mismo haciendo obras informalistas, de formas cada vez más y más abstractas, en busca de una verdad absoluta o algo así. Pero la realidad es que no tenía ni idea de qué quería hacer. Obsesionarte en buscar algo sin saber de qué se trata suele conducir a un abismo de impotencia e ignorancia.
La figuración me parecía algo desfasado e inútil, ¡qué pérdida de tiempo! Lo cierto es que siempre me ha gustado la fotografía y el cine, y decidí optar por la especialidad de imagen sin dejar la pintura. El sentir mayor placer en la fotografía que en la pintura era como traicionar mis principios, pero poco a poco, de forma natural, las sales de plata y el cuarto oscuro fueron desplazando al lienzo y al caballete.
Los resultados no eran para nada satisfactorios ni en una disciplina ni en otra, así que seguí buscando otros medios, como la infografía. También sin resultados. En mi empecinamiento por buscar la abstracción me olvidé de algo fundamental, y es la observación. Incluso aunque la mirada del artista sea trascendental, interna, no se debe uno olvidar del suelo que pisa. No me quería dar cuenta de ello, y por eso pintura y fotografía ocupaban para mi espacios distintos. Durante los dos últimos años de estudio descubrí por primera vez el placer de pintar durante la asignatura de paisaje. No gracias al profesor, con el que hablé una sola vez al final del curso, pero recuerdo que me dijo que, de haberme visto más por allí, me habría premiado con una matrícula. Nunca he sido un gran estudiante. Estoy seguro de que fue gracias a la fotografía por la que aprendí, sobre todo, a observar. Guardo un gran recuerdo de mi profesor de fotografía, Valentín Sama, un tipo fantástico del que aprendí mucho: la importancia de la composición, de cada pequeño detalle, del mensaje,…
Esta última etapa artística pertenece a un momento en la que, sobre todo, indago en el retrato a través de una técnica que he intentado que sea lo menos pictórica posible, más cercana a la fotografía en cuanto a representación, ya libre de la necesidad de recurrir a texturas o colores que se fundan en una sinfonía de recursos plásticos aplicados con el gesto firme del artista. Necesitaba un cambio.
La mejor forma de romper con todo lo anterior me pareció que era el collage, el papel brillante y frío de las revistas, repletas de palabras banales, de consejos inútiles, de anuncios que venden superficialidad y placeres igual de inmediatos que efímeros. La propia revista es un objeto de usar y tirar. La distancia que se crea entre el artista y la obra, y el espectador y la obra, es grande, pero creo que existe un nexo que une ambas partes, está entre nosotros y la mirada del personaje retratado. Esa cuerda imaginaria que intento crear me lleva a mi y también al espectador a alejarse del cuadro para poder ver. No por estar más cerca vas a ver mejor. El punto de vista es fundamental. Es un ejercicio que cualquier persona debería hacer de vez en cuando en sus propias vidas y en su visión del mundo.
Ahora puedo decir tranquilo que no sé lo que me depara el futuro en cuanto a mi evolución como artista, ni me importa. Se que este último paso es el primero de algo más importante, lo considero como los cimientos sobre los que construir el edificio. Pero no el edificio que construiría un arquitecto, con sus bocetos previos y sus perfectos planos acotados, sino como las casitas que hacíamos de niños, poniendo pieza a pieza sin saber lo que saldría al final, cada pieza de un color distinto, construyendo sólo por el placer de hacerlo.